lunes, junio 14, 2010

El campeador inmortal


En La loca de la casa, Rosa Montero reconoce que la primera vez que tuvo conciencia de que la muerte existía fue a los cinco años. Estaba leyendo El gigante egoísta, de Oscar Wilde, cuando al mirar la solapa del libro descubrió que ese señor que tan buenos ratos le estaba haciendo pasar había muerto mucho antes de que ella naciera. Y aun así ahí estaba, contándole su cuento. Haciéndola disfrutar.

Recuerdo que algo parecido me pasó a mí en mi primera visita al Museo de Cera de Madrid. En una gran sala, creo recordar que cerca del tiovivo, estaban los clones de los tres hermanos Marx. Ya desde niño me gustaban sus películas. Simpatizaba con el divertido y tierno Harpo; me divertían las argucias de Chico y su virtuosismo con el piano; pero sobre todo admiraba la labia, el desparpajo y la anarquía de Groucho, cuya actitud ante la vida me preocupé de intentar imitar hasta que la maldita lucidez me enseñó que el guión de la existencia es mucho más aburrido y estricto que el de esas alocadas comedias donde todo era posible.

Fue en casa, hojeando el catálogo del museo, cuando comprendí que ese señor, cuyo verdadero nombre era Julius, había muerto en Los Ángeles el 19 de agosto de 1977, lo que significaba que su existencia y la mía habían coincidido en el tiempo durante casi un año. Eso me hizo reflexionar, y el resultado de mis reflexiones me enojó con el mundo. ¡Un año! Durante un año tuve la posibilidad de haber conocido en persona a Groucho Marx, pero él tuvo la nefasta idea de morirse demasiado pronto. Recuerdo que no se lo perdoné durante años, aunque el tiempo me indicó que era injusto echarle a él toda la culpa. Después de todo, ¿cómo iba un niño de menos de un año a viajar a Los Ángeles sólo para conocer a un señor enfermo cuya existencia (y posterior influencia) ignoraba por completo?

En fin, que Julius murió y yo me hice mayor con sus películas, sus libros y su bigote. Gané un concurso en el carnaval del cole por disfrazarme de él, superé la incómoda convalecencia de una operación que se complicó gracias a sus guiones radiofónicos, y aún reviso con asiduidad el impagable legado cinematográfico que nos dejó, que no es sino una lección de actitud positiva y crítica ante la vida.Por eso no tiene importancia que aquel viejo y ese bebé no llegaran jamás a conocerse. Groucho, al igual que Oscar Wilde, siguió haciendo reír, pensar y disfrutar incluso después de muerto.

Para que luego digan del Cid.