lunes, noviembre 14, 2011

Hasta siempre, Nevada





Querida Nevada:

Según me cuentan, cuando te conocí ya no eras la moza enérgica y pizpireta que fuiste en tiempos. Yo te vi ya como una vieja dama -digna y cascarrabias como todas las viejas damas-, que reclamaba su territorio y defendía sus prerrogativas ante las nuevas generaciones que amenazaban con destronarte. Por aquel entonces aún saludabas al recién llegado y le brindabas tu compañía en la mesa, a la espera de que algún trozo de pan, carne o verdura se deslizara hasta tu boca, y gruñías con legítima autoridad cuando Canela o Estrella se acercaban al pedazo que, tú sabías, te correspondía por derecho.

Eso fue durante nuestros primeros encuentros. De pronto, sin saber cómo, te vi privada de tus sentidos, de tu capacidad para maniobrar, para decidir, para conocer. Te recuerdo tiritando tras caerte al agua, atascándote en la malla del jardín, solicitando silenciosa que te subiera en brazos a tu cuarto o te bajara a la zona del patio donde tenías tu comedero, ya que no eras capaz de enfrentarte a las escaleras. Para mí –y lo que voy a decir es muy injusto- fuiste el animal viejo, el otro, el que marcaba el contraste generacional con esas otras dos furias llenas de lozanía y vitalidad que acudían ladrando y saltando cada vez que me veían aparecer. Pero no era necesario un esfuerzo demasiado grande para comprender que para tus amos de siempre eras Nevada, la auténtica, la primera, la reina de la casa, el espíritu del hogar.

Desde que eras un cachorro, ellos –me consta porque al igual que tú tengo el honor de conocerlos bien- te dieron lo mejor: cuidados, alimentación, cariño, un entorno ideal, remedios para tus males (el último de los cuales, muy a su pesar, te han administrado hoy). Tú -no a cambio porque también sé que los perros como tú no hacéis favores interesados-, les proporcionaste catorce años de felicidad, de compañía, de fidelidad. Pero, ay, vieja Nevada. Lo que para nosotros es un parpadeo, para ti es toda una vida. Y en ese desajuste temporal nos debatimos los humanos que, pese al dolor de la inevitable pérdida, seguimos empeñados en convivir con vosotros, en sufrir vuestros males y en ser testigos dolientes de vuestra fragilidad y vuestro efímero ciclo, conscientes en todo momento de que vosotros haríais por nosotros lo mismo si en vuestra mano (o en vuestra pata) estuviera.

Te confesaré algo, Nevada. No soy una persona sensiblera. En mi casa los animales han sido siempre fuente de proteínas (estoy seguro de que en eso pensamos igual), y siempre he creído que cada criatura tiene su función. Jamás he disparado contra ningún animal, y no creo que encontrara ningún placer en hacerlo; pero tampoco me negaría a hacerlo en caso de necesidad, jamás como diversión o deporte. De igual modo, tampoco dudaría en disparar a aquel congénere mío que maltratara a su mascota. Vamos, que no tengo a los animales idolatrados, como tampoco guardo ciega devoción por esos otros bichos que me cruzo diariamente en la Gran Vía. Pero un tópico, por tópico que sea, no deja de ser cierto. Y es necesario convivir con un perro como tú o un par de gatos como los que tengo en casa para abrir los ojos y darse cuenta de que los animales sois algo más que seres inferiores con patas, orejas y rabo. Una paloma o un cerdo pueden ser fuente de proteínas, pero un gato o un perro son, aunque suene radical, fuente de muchas de esas virtudes que hoy en día echamos a faltar en algunos humanos.

Hoy te he visto marcharte, rodeada de aquellos que más te quisieron, dejando atrás tu sufrimiento y el de ellos, envuelta en despedidas, llantos y cariño. Y mientras desde cierta respetuosa distancia compartía con vosotros ese momento tan duro, pensé que te tenía envidia. Que estaba viendo a cuatro seres vivos afortunados, que tuvieron la inmensa suerte de coincidir en el espacio y en el tiempo, y que durante esos años fueron felices. Tú les diste a ellos esa felicidad y ellos te han dado hoy la opción de marcharte sin sufrir.

Llegará el invierno y caerá la nieve. Y con esos primeros copos percibiremos tu presencia, que ya será eterna e inmortal.

Buen viaje, Nevada.

martes, junio 14, 2011

Adiós, manzana, adiós



Los que vivimos en una gran ciudad como Madrid hemos perdido la perspectiva de lo que pasa en el mundo. No me refiero a los conflictos de Siria y similares, sino a lo que pasa en la calle, en nuestros barrios. Es cierto que podemos apreciar lo cambiada que está la Gran Vía, la cantidad de cines y teatros, y cafeterías, y tiendas que ya no están; pero el cosmos se comprende mejor si cogemos un trocito y lo analizamos en el microscopio.

Estos días he vuelto a mi Sanse post-natal para acabar un trabajo. Anoche me acosté tarde y esta mañana he decidido ir paseando hasta Alcobendas para desayunar en el Vips que tantos cafés me vio tragar durante mi juventud. Los que conozcan la zona sabrán que el estandarte que ondeó durante años sobre aquella parcelita del norte de Madrid era una gran manzana roja que pendía (y daba nombre) al centro comercial donde jóvenes y mayores nos dábamos cita cada fin de semana para hacer compras, ir al cine o degustar un menú Big Mac o unos sandwiches de Rodilla. Algunas de estas cosas se pueden seguir haciendo, pero hoy me he enterado de que el sitio ya no se llama La Gran Manzana, sino Dolce Vita. De hecho, la manzana ya no está.

Hace ya bastante tiempo que los antiguos cines (en los que fui testigo, entre otras muchas cosas, del hundimiento de DiCaprio en el Atlántico Norte) albergan un gimnasio, y hoy me he entristecido al comprobar que la librería que inauguraron hace no demasiado tiempo, se ha convertido en un local vacío. Lo mismo que la tienda de revelado de fotos a la que –dinosaurio que es uno- solía llevar mis películas en Súper 8. El resto es una sucesión de tiendas de ropa y de telefonía móvil, perfumerías, peluquerías y un herbolario. Casi hasta me ha hecho ilusión entrar en Eroski y ver todos esos cargamentos de libros de bolsillo compitiendo en sus estantes con los videojuegos y las fundas para Blackberry.

Luego he salido a la calle y me ha sorprendido ver la cantidad de bares y librerías que ya no existen. Y también la invasión de tiendas de informática que parecen multiplicarse cada pocos metros.

Viendo esto, uno se da cuenta de que en esta sociedad tendemos cada vez más a lo técnico, a lo físico, a lo aparente. Abundan las aplicaciones, los accesorios, las carcasas. Vamos a lo vistoso, a lo rápido, a lo manejable. A lo de fuera.

Decía Billy Wilder que algún día no hará falta equipo técnico para hacer una película, que un ordenador se encargará de la filmación, de la luz, del montaje... Incluso los actores serán criaturas infográficas. Sin embargo, veía imprescindible que alguien aportara el "qué", la historia, el contenido. Sin ello, todo lo demás carecía de valor y de objeto.

Hoy, paseando por Sanse y Alcobendas (que son parecidos, pero no lo mismo) he estado pensando en ello. Y en que cada vez (y disculpen que vaya a mi terreno) se necesitan más informáticos, diseñadores gráficos y programadores, y menos guionistas, redactores y creadores. Esto dará lugar, si no lo ha dado ya, a un grado de perfección técnica que no estará a la altura de lo que nos venden. El 3D mola, pero la grandeza de Up o Toy Story 3 no está en verlas con gafas, sino en unas historias que conectan con los sentimientos de la gente. Son películas que funcionan en 3D, en 2D o contadas por un rapsoda en la plaza del pueblo. El resto no es más que un adorno.

Vivimos en un mundo de continentes sin contenido. Nos están vendiendo un hardware sin software.

La Gran Manzana ha muerto y se ha reencarnado en Apple.

jueves, mayo 26, 2011

Cómo no publiqué mi segundo libro



Hace algo menos de tres años, en este mismo blog, expliqué cómo había logrado publicar mi primera novela. La crónica completa de ese acontecimiento que marcó un antes y un después en mi vida (no así en la historia de la literatura) podéis encontrarla aquí y aquí.


Hoy, en parte motivado por las cuestiones que me plantean algunos de mis alumnos del Taller de Carmen Posadas y en parte porque me apetece, me disponía a explicar cómo conseguí publicar la segunda. Pero entonces he reparado en que estaría faltando a la verdad y que esta saga estaría incompleta si no introdujera este capítulo a modo de entremés que, con tanto acierto como escasa inspiración, he titulado: "Cómo no publiqué mi segundo libro".


Y es que, en contra de la popular creencia de que una vez que has metido la cabeza en el mundillo el éxito es imparable, la verdad es mucho más dura. A no ser que tu primer libro tenga un éxito arrollador, lo cierto es que publicar el segundo te va a costar tanto o más que el primero. Esto es así porque si tu primer libro ha tenido un éxito modesto, bajo o nulo, el editor que sacó el primero ya no va a apostar tan fuerte por ti. A no ser, claro, que vea en esta segunda criatura una gallina de huevos de oro que, ni por asomo, adivinaba en la primera. Pero ya te digo yo que eso no es lo habitual.


"La Isis dorada" no fue un pelotazo, pero tampoco un fracaso total. Vendió toda la edición, hizo amigos, lo publicaron en Italia y cosechó buenas críticas. Estoy seguro de que si las condiciones editoriales hubieran sido otras (ver primeras entregas de esta serie de posts) la cosa habría ido mejor. O quizás no, pero un escritor debe darse ánimos a sí mismo. No hay actividad más solitaria, así que si no nos basta nuestro autoconsuelo, apaga y vámonos. El caso es que, emocionado por las muestras de cariño y entusiasmo de mis lectores, no tardé mucho en ponerme a trabajar en la segunda aventura protagonizada por Jaime Azcárate, que con el título de "Donde nacen los milagros" llevaba a nuestro héroe a tierras de Segovia en busca de una reliquia bíblica relacionada con los santos eremitas que en tiempos habitaron aquella región.


Como es lógico, cuando estuvo acabada lo intenté en la misma editorial que había publicado La Isis, pero no recibí demasiada atención. Los directivos del sello habían cambiado y ahora se trataba de impulsarlo en otra dirección, por lo que las novelas de un joven y desconocido autor no eran en ese momento prioridad para nadie.


Mi gozo en un pozo.


Lo intenté entonces por otras vías, pero los resultados fueron idénticos. Como dato curioso cabe decir que una reputada (en ambos sentidos) editorial especializada en novela de género, se interesó por el manuscrito. Pocos meses después fue a la quiebra. Aun a día de hoy sigo pensando que menos mal que no llegué a tratar con ellos o habría creído que fue por mi culpa.


Por esas fechas, un amigo mío, prestigioso autor de best-sellers internacionales y ganador de un importante premio literario, me hizo el honor de leer "La Isis dorada" y recomendarme a su agente, una de las más grandes de España. Fue sorprendente con qué rapidez esta mujer se puso en contacto conmigo y me pidió que le enviara toda mi obra (la publicada y la inédita), pero aún más sorprendente fue cómo, en cuestión de pocas semanas, consiguió un contrato de publicación para "Donde nacen los milagros"... ¡en una de las editoriales que la había rechazado! Ese día me pareció que la vida era el juego más fácil del mundo.


Pero cualquiera que esté leyendo estas líneas sabe que no lo es. Y yo fui testigo de ello cuando, a pesar de haber firmado el contrato y cobrado el anticipo (el anticipo... ¿recuerdan aquellos tiempos?), la primavera dio paso al verano, éste al otoño, llegó al fin el invierno, otra vez la primavera... en fin, que el ciclo se repitió y no hubo ninguna señal de que el libro fuera a salir a la venta. Contrariados por la falta de información por parte de la editorial, mi agente y yo decidimos rescindir el contrato y recuperar los derechos.


"Donde nacen los milagros" volvía a quedarse huérfana.


Durante un par de años la novela ha estado en coma, dentro de un cajón (bueno, de un disco duro), durmiendo el sueño de los justos. Pero, por antojos del destino, no hace mucho ha regresado al despacho del editor que la rechazó, la aceptó y nunca la publicó. ¿Será esta la oportunidad definitiva de ver de nuevo a Jaime Azcárate en acción o su reinado de improbables aventuras se inició y culminó con "La Isis dorada"? Quizás algún día tengamos la respuesta.


Sin embargo, aproximadamente en mitad de los acontecimientos arriba narrados, ocurrió algo extraordinario: conseguí publicar (ahora sí) mi segundo libro.


Pero de eso hablaremos otro día.

miércoles, mayo 18, 2011

AZARES LITERARIOS



No hace mucho tiempo, le envié a mi editora de Espasa el manuscrito de una novela que había escrito con el fin de que le echara un vistazo y me diera su opinión. Ella, solícita y amable como es, comenzó su lectura, pero me confesó que tuvo que abandonarla a la mitad porque entre medias se le había cruzado una de César Mallorquí que requería toda su atención. Obviamente, el tal Mallorquí me cayó como un tiro, pero lo acepté con resignación. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Algunos meses después, la misma editora tuvo el detalle de regalarme un ejemplar de la novela de Mallorquí, titulada "El juego de los herejes". Y debo reconocer que disfruté enormemente con su lectura, pues me dio a conocer a un autor con el que comparto ciertas inquietudes e intereses: el género negro, el humor costumbrista, los misterios paganos y religiosos, etc. Investigando un poco más, tuve conocimiento de que César Mallorquí, aparte de hijo del creador de El Coyote, es un consumado autor de literatura juvenil, y dado que mi agente me repite con frecuencia que debería volcar mi energía creativa en esa dirección, decidí seguirle la pista, lo que me llevó a adquirir una extraña, fascinante y divertidísima novela titulada "El viajero perdido", cuya lectura recomiendo a jóvenes y adultos.


Pues bien. El domingo pasado, como tenemos por costumbre, mi futura y yo salimos a dar un paseo por Madrid y, como no podía ser de otra manera, yo lo hice con este libro en la mano, pues aún no había finalizado su lectura. En un momento determinado pensé en lo mucho que me gustaría coincidir algún día con César para comentarle lo mucho que me interesa su obra y los buenos ratos que ésta me hace pasar. Hasta ahí todo normal. Desde que empecé en esto de la escritura he tenido la suerte de conocer y tratar a numerosos autores a los que admiro, por lo que tampoco estaba pidiendo la luna. Lo curioso del asunto es que, tras el paseo dominguero, mi futura y yo decidimos ir al cine a ver la última película de Woody Allen. Mientras ella se ocupaba de unos asuntos cuya naturaleza está vedada a los novios, me dirigí a sacar las entradas para la sesión de las ocho. Y en el vestíbulo del cine, me encontré con César Mallorquí.


Supongo que se me caería la mandíbula al suelo, pero, aunque intercambiamos una breve mirada, él no debió de preocuparse mucho por ese joven barbado que lo observaba perplejo, pues se limitó a bajar las escaleras que conducen a las salas dispuesto a disfrutar de su película, cualquiera que esta fuese. Eran las seis de la tarde.


Casi dos horas más tarde nos cruzamos de nuevo, él saliendo y yo entrando. Mi timidez y la lógica sensación de que aquello no podía estar ocurriendo realmente me impidieron decirle nada, pero esa misma noche le escribí un correo electrónico a la dirección que aparece en su blog. Y, en efecto, al día siguiente me respondió que sí, que había estado en esos cines a esa hora para ver la última película de Woody Allen; y añadía como cita que "el azar es la única fuerza de la naturaleza con sentido del humor".


Razón no le falta, porque a esa sorprendente casualidad empecé a sumarle factores que la convertían en un auténtico fenómeno paranormal indudablemente urdido por el destino. Y digo esto basándome en el hecho de que la película que vimos (él a las 18:00 y yo a las 20:00) trata sobre un escritor que una noche coincide con sus autores favoritos; con la particularidad de que esos autores pertenecen a una época pasada. ¿No es sumamente raro que yo, Jorge Magano, escritor, coincidiera en el mismo lugar con César Mallorquí, escritor favorito, en la misma sala pero en tiempos diferentes?


Sigo pensando en ello: en si el destino (tema central, por cierto, de la novela de César) tuvo algo que ver o si todo responde a una feliz casualidad.

Sea como sea, esta curiosa anécdota sazonada de teorías paranoides y conspiratorias, me acompañará ya durante el resto de mi vida. Que no es poco.

jueves, marzo 10, 2011

De frikis y gafapastas


Cuando era más joven, teníamos un programa de radio en el que mis amigos y yo hablábamos de cine.

Todos los fines de semana –y muchos días laborables– los pasábamos en la sala oscura. Digo “sala oscura” porque nos daba igual filmoteca, que multicines, que grandes locales que antes fueron teatros y ahora vuelven a serlo... si es que tienen la suerte de sobrevivir. El caso es que veíamos de todo y en todas partes.

Íbamos a ver Godzilla con la misma alegría con que nos metíamos a Rompiendo las olas, y nos aburríamos igual con las dos. Pero habíamos disfrutado mucho con Independence Day y más tarde vimos Dancer in the dark, que nos fascinó, por lo que estuvimos mucho tiempo sin saber si Roland Emmerich era mejor que Lars von Trier o viceversa. Al final decidimos que los buenos eran Billy Wilder (que aún seguía vivo) y Ridley Scott (que aún hacía buenas películas), por lo que se acabó la discusión.

A veces íbamos a ver la tercera entrega de Arma letal y salíamos echando pestes. Otras veíamos una de Paul Verhoeven que no estaba mal. Otras decidíamos meternos a una comedia romántica porque tenía la firma de Rob Reiner. Y, alguna vez, nos salíamos del cine cuando Demi Moore se quitaba la ropa. En una ocasión descubrimos a un realizador muy original que había hecho una película sobre unos ladrones encerrados en un almacén. El tío se llamaba Quentin Tarantino, y nos costó aprendernos el nombre. Pero al final nos lo aprendimos y lo utilizábamos en nuestras conversaciones cotidianas. Y los diálogos de la película, ya de paso, también. ¿Sabes de qué va Like a Virgin?

En el local de la radio hacíamos ciclos de cine y proyectábamos películas como Blade Runner o Una noche en la ópera. Como Un pez llamado Wanda o Ultimátum a la Tierra. En casa hacíamos maratones de Star Wars y de Woody Allen. Y en la videoteca nos tragábamos ciclos de Hitchcock, Welles, Wilder, Capra y Lubitsch. Al salir, hablábamos sobre ello. Leíamos libros y biografías de directores. Escuchábamos a Pumares por las noches. Y comprábamos el Fotogramas cada mes.

También íbamos a ver clásicos a la filmoteca, y nos quedábamos sin entradas para El hombre tranquilo o nos atracaban tras salir de ver La costilla de Adán. No nos perdíamos ningún estreno importante, casi siempre en versión doblada, aunque de vez en cuando nos íbamos de excursión a la capital (sí, vivíamos en municipios circundantes) y veíamos joyas en versión original. O las últimas de Disney, que para el caso es lo mismo. Cuando habíamos visto todos los estrenos importantes, íbamos a ver películas que no conocía nadie. A veces nos alegrábamos. Otras, no.

Montamos un festival de cine al que asistieron Juanma Bajo Ulloa, Álex de la Iglesia, Santiago Segura (antes de Torrente), Javier Fesser (antes de Petinto) o Jaume Balagueró. Pasábamos horas viendo todo lo que nos echaban. Y cuando salíamos, nos íbamos a tomar un café o una copa y hablábamos de si el Batman vuelve de Tim Burton era una maravilla o una porquería, o de si el salto de eje de La diligencia estaba premeditado, o de si Pierce Brosnan era mejor Bond que Timothy Dalton, o de que si el mcguffin era algo más mítico que real.

Cuando no estábamos en el cine, escribíamos guiones y rodábamos cortos. Éramos gente extraña, pero formamos un buen grupo. Con algunos mantengo el contacto. De otros nunca más se supo.

No sabíamos lo que era un screening, ni un streaming. Grabábamos las películas de Cineclub en VHS y las veíamos al día siguiente. Y descargarse una foto de Tracy Lords (con o sin ropa) llevaba una eternidad.

En esa época no había frikis ni gafapastas, o, si los había, no se les llamaba así. A nosotros nadie nos llamaba frikis ni gafapastas.

A nosotros nos gustaba el cine.




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viernes, febrero 18, 2011

MÁSCARAS


En Balada triste de trompeta, la última película de Álex de la Iglesia, dos bandos se enfrentan a muerte en una España dividida y dos payasos (el triste y el tonto) hacen lo propio por el amor de una trapecista. En otra de sus películas, Muertos de risa, dos cómicos se enfrentan también a muerte, avivados por los celos, la envidia y la incapacidad para compartir el éxito. Si nos remontamos a los orígenes del cineasta, descubriremos que en Acción mutante dos hombres desfigurados se enfrentaban a muerte por venganza, dinero y el amor de una niña pija con inquietudes marxistas. Resulta evidente, por tanto, que hay dos temas recurrentes en el cine del ya casi ex presidente de la Academia: los individuos anómalos y marginales, y la divergencia de intereses resuelta con violencia.

Estos días hemos asistido a un espectáculo con el sello De la Iglesia. Dos facciones claramente enfrentadas, apasionada violencia verbal en las redes sociales, individuos con máscaras y narices rojas en alfombras del mismo color, y la imposibilidad de conciliar esas divergencias. Desde uno de los frentes (el menos numeroso), creadores, empresarios y políticos meten el miedo en el cuerpo al personal con palabras como “juez”, “cierre”, “piratería”, “desempleo” y otros horrores. Desde el otro frente se ondean insignias como “libertad”, “democracia”, “fin de los abusos”, etc. Unos piensan que lo bueno se acaba; otros que lo bueno empieza ahora. Si nos dejan. Ambos tienen razón y ambos se equivocan, y sobre todo, los dos elaboran sus premoniciones basándose en la mera hipótesis. Porque la verdad es esa: con ley o sin ley, nadie sabe con certeza lo que va a ocurrir.

Se ha hablado mucho de si Internet y las descargas favorecen o perjudican al creador. En realidad, el creador no le importa a nadie... excepto al creador. El empresario quiere mantener su modelo de negocio y que éste vuelva a ser rentable; el consumidor (la Humanidad al completo, vaya) que le ofrezcan contenidos de calidad del modo más sencillo y barato posible. Mientras las balas silban, el autor tiene dos opciones: resignarse a ver qué pasa y seguir trabajando como si no fuera con él la cosa, o luchar en uno de los dos bandos. Si apoya a “los de la ley” porque piensa que así mantendrá sus ingresos y su estatus, se enfrentará a su público y a la mucha o poca popularidad que haya recogido durante su trayectoria le saldrá un prefijo im delante que no le beneficiará en nada. Si apoya a los de la máscara para contar con el respaldo de la mayoría, puede que le funcione, pero quizás esté recibiendo la peor de las traiciones: la que uno se inflige a sí mismo.

Si ha llegado hasta aquí, imagino que querrá saber si este es un artículo en contra o a favor de la ley Sinde (vamos, reconózcalo, no pasa nada). Pues siento decepcionarle, porque nadie me ha pedido mi opinión. Ni siquiera sé si la tengo, pero el ambiente que se vive en la calle y en la red (que es como la calle, pero mucho más activa) invita a la reflexión; así que me he obligado a pensar en ello brevemente y al final he optado por la prudencia en vez de por la defensa apasionada de algo que aún no sé qué es. Les cuento: sé que la red se ha convertido en el establecimiento de contenidos más grande del mundo, y que millones de personas recurren a él para conseguir música, cine y lectura. Yo no. A mí (y subrayo el “a mí”) no me importa que cierren una página desde la cual uno se puede bajar series de televisión, películas o la discografía completa de John Lee Hooker. A mí me importó que cerraran Madrid Rock y las tiendas de discos de la calle Tres Cruces, pero reconozco que esa es una cuestión de costumbres y sensibilidades.

Por otro lado, llevo cinco años poniéndome y quitándome la máscara de novelista. Pero también la de guionista, la de contertulio, la de articulista, la de tutor de taller literario y otras que me reservo para mí. Todas ellas me permiten vivir haciendo lo que me gusta; a veces con más holgura, otras con apreturas, como todo hijo de vecino en estos tiempos que corren (y nos corren a gorrazos). Con esto quiero decir que no vivo de escribir y publicar novelas (¿quién lo hace?), y por tanto no pertenezco al sufrido grupo de autores que temen perderlo todo por culpa de la libre circulación de sus obras por la red. Las mías están, y me sorprende. Es más: hasta me hace ilusión. Principalmente porque algunas no están en las tiendas, y soy de los que piensan que es mejor que te lean a que no te lean.

No quiero engañarme ni engañar a nadie. Para ganarme la vida, ya tengo las otras máscaras. Si es la de payaso triste o la de payaso tonto, dependerá de la ocasión.