viernes, febrero 18, 2011

MÁSCARAS


En Balada triste de trompeta, la última película de Álex de la Iglesia, dos bandos se enfrentan a muerte en una España dividida y dos payasos (el triste y el tonto) hacen lo propio por el amor de una trapecista. En otra de sus películas, Muertos de risa, dos cómicos se enfrentan también a muerte, avivados por los celos, la envidia y la incapacidad para compartir el éxito. Si nos remontamos a los orígenes del cineasta, descubriremos que en Acción mutante dos hombres desfigurados se enfrentaban a muerte por venganza, dinero y el amor de una niña pija con inquietudes marxistas. Resulta evidente, por tanto, que hay dos temas recurrentes en el cine del ya casi ex presidente de la Academia: los individuos anómalos y marginales, y la divergencia de intereses resuelta con violencia.

Estos días hemos asistido a un espectáculo con el sello De la Iglesia. Dos facciones claramente enfrentadas, apasionada violencia verbal en las redes sociales, individuos con máscaras y narices rojas en alfombras del mismo color, y la imposibilidad de conciliar esas divergencias. Desde uno de los frentes (el menos numeroso), creadores, empresarios y políticos meten el miedo en el cuerpo al personal con palabras como “juez”, “cierre”, “piratería”, “desempleo” y otros horrores. Desde el otro frente se ondean insignias como “libertad”, “democracia”, “fin de los abusos”, etc. Unos piensan que lo bueno se acaba; otros que lo bueno empieza ahora. Si nos dejan. Ambos tienen razón y ambos se equivocan, y sobre todo, los dos elaboran sus premoniciones basándose en la mera hipótesis. Porque la verdad es esa: con ley o sin ley, nadie sabe con certeza lo que va a ocurrir.

Se ha hablado mucho de si Internet y las descargas favorecen o perjudican al creador. En realidad, el creador no le importa a nadie... excepto al creador. El empresario quiere mantener su modelo de negocio y que éste vuelva a ser rentable; el consumidor (la Humanidad al completo, vaya) que le ofrezcan contenidos de calidad del modo más sencillo y barato posible. Mientras las balas silban, el autor tiene dos opciones: resignarse a ver qué pasa y seguir trabajando como si no fuera con él la cosa, o luchar en uno de los dos bandos. Si apoya a “los de la ley” porque piensa que así mantendrá sus ingresos y su estatus, se enfrentará a su público y a la mucha o poca popularidad que haya recogido durante su trayectoria le saldrá un prefijo im delante que no le beneficiará en nada. Si apoya a los de la máscara para contar con el respaldo de la mayoría, puede que le funcione, pero quizás esté recibiendo la peor de las traiciones: la que uno se inflige a sí mismo.

Si ha llegado hasta aquí, imagino que querrá saber si este es un artículo en contra o a favor de la ley Sinde (vamos, reconózcalo, no pasa nada). Pues siento decepcionarle, porque nadie me ha pedido mi opinión. Ni siquiera sé si la tengo, pero el ambiente que se vive en la calle y en la red (que es como la calle, pero mucho más activa) invita a la reflexión; así que me he obligado a pensar en ello brevemente y al final he optado por la prudencia en vez de por la defensa apasionada de algo que aún no sé qué es. Les cuento: sé que la red se ha convertido en el establecimiento de contenidos más grande del mundo, y que millones de personas recurren a él para conseguir música, cine y lectura. Yo no. A mí (y subrayo el “a mí”) no me importa que cierren una página desde la cual uno se puede bajar series de televisión, películas o la discografía completa de John Lee Hooker. A mí me importó que cerraran Madrid Rock y las tiendas de discos de la calle Tres Cruces, pero reconozco que esa es una cuestión de costumbres y sensibilidades.

Por otro lado, llevo cinco años poniéndome y quitándome la máscara de novelista. Pero también la de guionista, la de contertulio, la de articulista, la de tutor de taller literario y otras que me reservo para mí. Todas ellas me permiten vivir haciendo lo que me gusta; a veces con más holgura, otras con apreturas, como todo hijo de vecino en estos tiempos que corren (y nos corren a gorrazos). Con esto quiero decir que no vivo de escribir y publicar novelas (¿quién lo hace?), y por tanto no pertenezco al sufrido grupo de autores que temen perderlo todo por culpa de la libre circulación de sus obras por la red. Las mías están, y me sorprende. Es más: hasta me hace ilusión. Principalmente porque algunas no están en las tiendas, y soy de los que piensan que es mejor que te lean a que no te lean.

No quiero engañarme ni engañar a nadie. Para ganarme la vida, ya tengo las otras máscaras. Si es la de payaso triste o la de payaso tonto, dependerá de la ocasión.