viernes, octubre 23, 2009

LECTURAS DE GARRAFÓN (Y II)


La semana pasada hablábamos de dos conceptos que, en el terreno literario, horripilan a los más sesudos enemigos del éxito ajeno. Uno es “entretenimiento”; el otro, “bestseller”.


Sin embargo la búsqueda de evasión es la motivación principal de casi todos los lectores y de la mayoría de los autores de éxito. Si en una biblioteca imaginaria alguien hubiese etiquetado una estantería con el epígrafe “Literatura de entretenimiento y consumo para las masas” muchos esperarían encontrarse nombres como Stieg Larsson, Dan Brown, Ken Follet o Corín Tellado. Pero quizás muchos se sorprenderían al encontrarse otros nombres tales como Plauto, Lope de Vega, William Shakespeare, Miguel de Cervantes o Alejandro Dumas. Ninguno de estos autores concebía sus obras con el fin de aparecer en las enciclopedias ni en los libros de texto de la ESO, sino que su finalidad era divertir y entretener al lector o, en el caso del teatro, al espectador.

Esto me lo comentaba el otro día Santiago Posteguillo, autor de la magnífica y monumental saga dedicada a Escipión el Africano. Muchos de los clásicos de hoy en día, considerados literatura de culto, fueron en su momento meros entretenimientos para el gran público. Algunos quedaron, otros no. Y será la perspectiva del tiempo la que nos dirá si será Umberto Eco o Dan Brown (o los dos) quienes perduren como representantes de la literatura de finales del siglo XX y principios del XXI. Hagan sus apuestas, aunque lo más seguro es que no vivamos lo suficiente para sorprendernos.

Como decía en el capítulo anterior, a mí no me apasiona Dan Brown, pero reconozco que durante muchos años levité con las novelas de Clive Cussler, un autor que busca la diversión ante todo. ¿Lectura de garrafón? El garrafón da dolor de cabeza. Una novela de Cussler puede entusiasmar, divertir, indignar, hacer reír, llorar (ese final de “Amenaza bajo el mar”), invitar a la censura, dar un montón de buenas ideas, dar dos montones de malas ideas, pero nunca da dolor de cabeza, cosa que sí hace, por ejemplo, un libro de Juan Manuel de Prada, a quien jamás perdonaré que convirtiera una novela tan prometedora como “La tempestad” en una desquiciante orgía de barroquismo léxico –encima- premeditado.

Pero hablábamos de Dan Brown, el de la prosa infame. Sobre esto habría que decir que la prosa de Dan Brown importa tan poco como la opinión del contribuyente. O sea, nada. Es un mero vehículo para conducirnos a través de una aventura trepidante a ritmo de ametralladora, de enigma en enigma y de escenario en escenario hasta desembocar en un final sorpresa que nos haga cerrar el libro y olvidarnos de él, pero no del buen rato que hemos pasado. Vale, nos ha engañado vilmente contándonos cosas que no son verdad de algo llamado Priorato de Sión, ha mentido acerca de Bernini, ha retratado una Sevilla que no quisieran para sí ni las Favelas y Dios sabe cuántas cosas más. Pero Billy Wilder quiso que nos creyéramos que Jack Lemmon podía pasar por una mujer. Y aún no he oído a nadie ofenderse por ello.

¿Les confieso un secreto? Leer un libro no tiene por qué tener como objetivo desvelar los misterios del cosmos o la existencia (cosa que, de momento, no ha conseguido nadie). Leer un libro puede servir, simple y llanamente, para disfrutar del ocio igual que haría quien va a un karaoke a cantar con los amigos mientras se pone ciego a cubatas (de garrafón, generalmente). Disfrutar y divertirse, algo que no cabe en la cabeza de aquellos que, después de salir del baño de hacerse un solitario (perdón por la vulgaridad, hoy estoy sembrado) se preparan el tercer Ballantine´s y, con flojera en la mandíbula, critican las lecturas del prójimo sólo porque el nombre del autor no sólo no es imposible de pronunciar, sino que ocupa más portada que el título de la obra. ¿Pero nos vamos a meter con el marketing a estas alturas? ¿Vamos a prender la mecha al lado de “Casablanca”, “Lo que el viento se llevó” o “Blancanieves y los siete enanitos”? Como siempre, el tiempo pone las cosas en su sitio.

En fin, ustedes sigan metiéndose lo que quieran para pasar el fin de semana, que yo me dedicaré a pasar las páginas a “El símbolo perdido”.

La resaca posterior es cosa mía.

viernes, octubre 16, 2009

LECTURAS DE GARRAFÓN (I)



Ya sé que lo saben, pero dentro de unos días sale en España la última novela de Dan Brown: “El símbolo perdido”. Y, como también saben, lo hace con una tirada de chorrocientos mil ejemplares, muchos de los cuales ya están reservados. El resto de la información pueden obtenerla con sólo abrir un periódico o poner la tele, porque en cuestión de promocionar los éxitos seguros, los medios de comunicación no se cortan un pelo.

Yo, que no soy fan de Dan Brown pero tampoco le mandaría a la garrucha (con él he aprendido a dominar el tiempo, el ritmo y la velocidad, y también cómo no construir personajes ni elaborar diálogos), tengo ganas de leer esta novela. Y tengo ganas de leerla al margen de que la haya escrito un tipo que venda mucho o poco, que se documente poco o nada, y que su obra conste de dos libros que me tuvieron enganchado durante horas, otro que no vale el papel en el que está escrito y otro que ni he leído ni falta que me hace.

Antes de que se avergüencen de estar leyendo este blog y se pregunten por qué este humilde novelisto emprende hoy una cruzada a favor de ese tipo de libros y no de los otros, mucho más dignos y virtuosos, me adelanto y respondo: porque los otros ya están bien defendidos. Aún no he oído a nadie decir “Ese cabrón del Delibes, cómo nos tima a todos” o “El hijo de la Charo no hace más que leer a Fitzgerald. Qué pérdida de tiempo, con lo listo que parecía”.

La literatura es entretenimiento, y a quien le pique que se ponga Fernergan. Pero todo entretenimiento que se precie debe estar sazonado con algo más. Y es ese “algo más” lo que, precisamente, favorece el entretenimiento. Lo que quiero decir con este aparente galimatías es que, al menos para mí, una obra que no aporte absolutamente nada (cierta cultura, un interés por unos hechos, el tratamiento de algún tema universal, un personaje y su forma de ver el mundo, determinadas teorías más o menos viables) nunca será un libro entretenido sino un tostón ilegible confeccionado a base de vaciedad.

Hay quien dice que este tipo de libros (ya saben, esos que van impresos y encuadernados y que la gente devora con avidez) no aporta nada al intelecto ni al conocimiento de los lectores. No puedo estar menos de acuerdo. Igual que no hay mejor lección de geografía que las obras completas de Julio Verne, muchos thrillers de aventuras, con la excepción de los peores, tratarán siempre de un tema del que se pueda sacar más chicha. El problema de “El código Da Vinci” no es “El código Da Vinci”. El problema es dar por hecho que lo que en esa novela se cuenta es tan cierto como la wikipedia. ¡Crasos errores ambos! Lo que se exige en este caso es más sentido crítico y menos credulidad por parte del lector. Y si diez millones de personas se acercan a ver la Mona Lisa porque han leído algo de ella en un libro... ¡olé por las gónadas de Da Vinci, Mr. Brown y sus asesores de marketing!

Leer es una combinación maravillosa de ocio, reflexión y cultura. Cuando una obra reúne los tres requisitos, se convierte en sublime. Dos de los libros que más he disfrutado este año se llaman “Ensayo sobre la ceguera” de un tal José Saramago y “En busca de la Atlántida” de Andy McDermott, donde hay más tiros y explosiones por página que en las dos guerras mundiales juntas. Los dos libros son diferentes, pero ambos tienen algo en común: están impresos en papel, me han proporcionado grandes momentos de lectura, son sumamente entretenidos y han vendido miles de ejemplares. ¡Qué hermosas sensación la del privilegiado lector todoterreno que huye de los prejuicios para caer en el placer puro del negro sobre blanco! Además, que un libro venda o mucho es poco no es sinónimo de calidad o ausencia de la misma. Hay superventas que se las traen de lo malos que son y otros que son auténticas joyas. Y viceversa. Por ejemplo, "La Isis Dorada" vendió poquísimo y es un libro extraordinario.

Bueno, pues este momento de autocera es tan bueno como cualquier otro para cortar el rollo hasta la próxima ocasión.

(CONTINUARÁ...)

miércoles, octubre 14, 2009

EMÉRITO POSTEGUILLO


¿Sabían ustedes que los emperadores romanos endulzaban el vino con virutas de plomo y eso pudo haber sido la causa de la locura de Calígula o Nerón? ¿Y que los nobles organizaban diferentes tipos de comida en su casa, dependiendo de la categoría del invitado? ¿Y que el uso de la barba entre los hombres se puso de moda a raíz de querer parecerse al emperador Adriano? ¿Y que lo mismo cabe decir del peinado de las mujeres en función de cómo llevase el pelo la emperatriz? ¿Sabían que en una novela de Santiago Posteguillo jamás verán al público alzar los pulgares para pedir el indulto de un gladiador hasta que el autor encuentre una fuente fiable que le demuestre que esto en realidad se hacía así?

De todo esto nos enteramos el martes pasado en la presentación para los medios de “La traición de Roma”, cierre de la monumental saga que Posteguillo dedica a la figura de Publio Cornelio Escipión, y que tuvo lugar en un entorno tan interesante y apropiado como el museo romano de Mérida. Allí, el autor valenciano destacó la importancia de este personaje que venció a los cartagineses, afirmando que “Gracias a Escipión, hoy somos como somos”.

Para Posteguillo -como para servidor- la literatura es un modo de entretenimiento que sirve como vehículo para la cultura. Quien lea “La traición de Roma” (o sus dos precuelas, “Las legiones malditas” y “Africanos, el hijo del cónsul”) se verá inmerso en la Roma republicana, en sus grandes batallas y conquistas, y en la vida cotidiana de sus gentes. Asistirá a un espectáculo de primera al tiempo que aprende infinidad de detalles históricos gracias a la laboriosa y contrastada documentación que Posteguillo maneja con soltura y que inserta, no a paladas, sino con la finalidad de instruir deleitando, sin perder nunca de vista la función dramática que, para todo buen relato, debe ser lo primordial.

Fue especialmente interesante asistir a las “tribulaciones” de un escritor ante las vitrinas de un museo. Es allí, en frente de pequeños fragmentos de vasijas, estatuillas de dioses o terra sigillata, donde la imaginación se dispara en busca de preguntas que, posteriormente, encuentran respuesta en los libros de Historia y destino en las páginas de las novelas. Posteguillo nos habló de la importancia de las fuentes directas (aquellas que se pueden ver y tocar), y que con la ayuda de las fuentes escritas, dan lugar en la mente del novelista al desarrollo de imágenes, escenas y capítulos.

A quien esto escribe, la original exposición le pareció doblemente fascinante, debido al hecho de que uno, aparte de autor, es licenciado en Historia del Arte, por lo que su mirada ante las piezas del pasado se abre con más variedad de perspectivas que la de aquel que sólo es novelista o historiador.

Si tienen ocasión, echen un vistazo a la saga de Escipión escrita por Santiago Posteguillo. Como dice uno de sus lectores: “Dale veinte minutos al libro y no podrás desengancharte”. Ayer, en un trayecto en autocar de tres horas, pude constatar que esto era así.

La traición de Roma.
Santiago Posteguillo.
Ediciones B.