martes, diciembre 22, 2009

EL NIÑO QUE DEJÓ DE DIBUJAR. UNA HISTORIA (CASI) DE NAVIDAD

Érase una vez un niño que jamás pidió un balón en su carta a los Reyes.

Era fácil reconocerlo. En clase siempre estaba callado, dibujando en un papel (y si no había papel, sobre la propia mesa) o inventando historias que luego sus compañeros escuchaban sin parpadear un segundo antes de dejarle solo y salir corriendo a jugar con el balón que les habían traído los Reyes.

Una vez, el profesor de sociales le pilló haciéndole una caricatura bastante ridícula, y en lugar de regañarle, le pidió que le hiciera otra más grande para enmarcarla. Otra vez le expulsaron de clase por pintar obscenidades en un cuaderno mientras la profesora de lengua explicaba la vital importancia del pretérito imperfecto. Así se ganó las simpatías de unos y la ojeriza de otros, pero todos coincidían en una cosa: como estudiante era un negado.

Excepto en dos cosas: la escritura y el dibujo.

Consciente de que el dios de los artistas le había tocado con su dedo, el niño colmaba cada año la carta a Sus Majestades pidiendo blocs de papel Guarro, estuches con rotrings, lápices, sacapuntas, gomas de borrar y todo lo necesario para convertirse en el nuevo Picasso (aunque él tenía en mente nombres como Walt Disney, Jan o Ibáñez).

Mientras otros daban balonazos, él concentraba sus esfuerzos en el arte de combinar palabras con monigotes, algo que, según sus allegados, no se le daba nada mal. Incluso llegó a obtener algún encargo por parte de amigos y familiares.

Cuando las musas escaseaban, se relajaba experimentando con otro de sus regalos de Navidad favoritos: el Supercinexín. Proyectaba las películas una y otra vez, poniéndoles voz a su antojo, cambiando el argumento a capricho, y cuando ya no daban más de sí, emulaba a los surrealistas y las pasaba al revés, inventando excusas verosímiles para que el Gato Félix en lugar de comerse un plátano lo vomitara intacto sobre su cáscara o lo siete enanitos volvieran a casa desde la mina caminando de espaldas sin chocar con un solo árbol.

Un día creó un personaje al que llamó Jaime Bono. Fue un gran hallazgo, el alter ego perfecto al que haría vivir las aventuras que él siempre había imaginado. Pero el dios de los artistas es antojadizo y la fatalidad en forma de chorro de tinta acabó arruinando tres páginas de su obra maestra.

La realidad se impuso.

La tinta se corrió.

La depresión sobrevino.

Dejó de dibujar.

Dejó de pedir lápices y rotuladores a los Reyes y empezó a pedir libros, películas y viajes, cosas que potenciaran su imaginación, y que la maldita tinta la pusieran otros.

Años más tarde seguía inventando y contando sus historias, pero nunca se volvió a manchar las manos del maldito líquido negro excepto para cambiar el cartucho de la impresora.

Ahora lo único que pide a Sus Majestades es que la vida siga dejándonos señales en el camino. Es nuestro deber saber verlas e interpretarlas. A veces el objetivo no es aquel que nos marcamos, sino el que nos sorprende durante la búsqueda.

Feliz Navidad a todos,

Jorge



jueves, diciembre 17, 2009

¡Y DIOS CREÓ A LA MUJER!


Hace algunos años defendía la teoría de que si un chiste racista era bueno no importaba que fuera racista.

Afortunadamente, la vida y el sentido común me pusieron en mi sitio y me enseñaron que un chiste racista no puede ser bueno sencillamente porque es racista. Otra cosa es hacer bromas con la sonrisa de un negro en la oscuridad, pero creo que cualquier persona con dos dedos de frente sabrá ver la diferencia; mejor incluso que al negro.

Pero hoy no quiero hablar de racismo, sino de otro ismo igual de inútil y preocupante: el machismo. Y es que el otro día, a la hora de la merienda, alguien me llamó machista. Sí, como lo leen, con todas las letras. M-A-C-H-I-S-T-A. A mí, que creo firmemente en la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres; que admiro las buenas cualidades de unos tanto como las de las otras; que no distingo entre gilipollos y gilipollas. Y todo por afirmar que en muchas historias de las que me gustan, la mujer aparece como elemento desestabilizador de la cotidianidad del protagonista masculino.

A lo mejor no pronuncio bien y al decir esto se me ha podido entender algo así como “Las mujeres a fregar” o “El cine y la literatura son cosas de hombres”. Por si acaso me gustaría aclararlo por escrito, sin riesgo de que algún resto de pescado mal masticado interfiera en la correcta articulación de mis palabras.

En la literatura, el cine e incluso, de vez en cuando, en la vida, no hay ideal, guerra o principio que lleve a los hombres a experimentar cambios tan profundos como los provocados por una mujer. Baste con citar que la ninfa Calipso retuvo a Odiseo en su isla durante siete años hasta que éste decidió volver a casa con Penélope. Es decir que una mujer interrumpió su viaje y el recuerdo de otra le incitó a reanudarlo. Pero como Homero queda muy lejos y seguramente sus ideas sean tan erróneas como carcas, vayamos a un narrador tan contemporáneo, universal, reconocido e incluso deificado como Billy Wilder.

Su cine es una colección de fábulas masculinas en las que un hombre cambia por culpa o gracias a una mujer. A veces para bien y otras para mal, pero la metamorfosis es evidente. Fue la señorita Kubelick quien, con su mera existencia, modificó la inmoral y patética conducta de C.C. Baxter en “El apartamento”; una mujer como Sugar Kane quien enfrentó a dos amigos íntimos haciendo que uno de ellos pasara del travestismo a la suplantación de millonarios en “Con faldas y a lo loco”; una futura viuda negra con tobillera quien embarcó al vendedor de seguros Fred MacMurray en una historia de adulterio, estafa y asesinato llamada “Perdición”; la hija del jefe de la central de Coca-Cola en Atlanta transformó en pesadilla la vida del presidente de la sucursal en el Berlín occidental a ritmo de “Uno, dos, tres”; una prostituta parisina con medias verdes conocida como “Irma la dulce” convirtió a un honrado gendarme en un desempleado primero y en un enamorado pluriempleado después; La tentación que vivía arriba y hacía a un feliz hombre casado dudar de su matrimonio era también una mujer... y así podríamos continuar hasta el infinito.

Billy Wilder es uno de mis narradores favoritos, por lo que es lógico que diga que en muchas de mis historias preferidas el elemento desestabilizador tiene forma de mujer. Pero, evidentemente, no siempre es así. A veces es un extraterrestre con cuello largo, otras unos agentes del gobierno, o el robo de unos diamantes. Puede que incluso una bomba atómica. Y en algunos casos es un hombre quien desestabiliza la vida de una mujer, generalmente para mal. Recuerden si no “Thelma y Louise”, donde dos mujeres ven como una excursión de placer se convierte en un viaje a los infiernos debido a la intervención de un hombre que intenta violar a una de ellas y obliga a la otra a pegarle un tiro. ¿Se les ocurre algún elemento desestabilizador más eficaz? “Thelma y Louise” es otra de esas películas que adoro. Pero de momento nadie me ha llamado feminista.


¡Con la ilusión que me haría!