lunes, septiembre 15, 2014

ADIÓS, ESPANTAPÁJAROS (SOBRE EL TORO DE LA VEGA)



El toro de la foto se llama Elegido, y probablemente cuando usted lea estas líneas, habrá muerto del modo más sanguinario a manos de un puñado de seres prehistóricos. Escribo esto en la víspera del asesinato, sin saber si compadecerlo por lo que se le viene encima o envidiarlo por no ser consciente de ello. Esa es la única diferencia entre el Toro de la Vega y un condenado a muerte convencional: que la agonía de este último es mucho más larga y termina al ejecutarse la pena. El toro, por el contrario, vive una vida plácida, sin preocupaciones, hasta el día designado, cuando se convertirá en diana para la ira, la violencia, el ensañamiento y la estupidez de una jauría sin cerebro ni corazón; espantapájaros y hombres de hojalata huérfanos de un mago de Oz que los haga crecer, cambiar y evolucionar. Pero ¿de qué sirve un mago en el que nadie cree? Los personajes del cuento eran conscientes de sus carencias y lucharon por paliarlas junto al león cobarde, que, como los tordesillanos sin alma, abusaba de las criaturas más débiles para demostrar su hombría. Los cómplices de esa orgía sangrienta no quieren cambiar nada porque no ven la realidad. Los espejos de Tordesillas, al contrario que los del callejón del Gato, devuelven al mediocre la imagen del héroe clásico, del celtíbero aguerrido; del castellano, digámoslo sin paliativos, con dos huevos como dos soles, cuando en realidad lo único que les cuelga es el sambenito de la infamia, la crueldad y la desvergüenza.

Digo que no tengo claro si sentir compasión o envidia por Elegido, pero lo que sí tengo claro es lo que siento por sus verdugos, tanto por los lanceros ávidos de sangre como por los políticos que por miedo a perder un puñado de votos apoyan y mantienen semejante barbaridad. Podría extenderme en una cadena de sentimientos como asco, rabia, indignación y todos los sinónimos que estos días pueblan los blogs y los tuits de la gente que condena esta barbarie; pero el que domina por encima de todos es la pena. La pena al comprobar que nuestra especie, a pesar de la razón, o quizás debido a ella, no es capaz de abandonar sus aspectos más oscuros, tétricos y miserables. Hasta parece que compita consigo misma para superarse día tras día en mezquindad. El torneo del Toro de la Vega es sólo un ingrediente de una lista tan negra como la más negra España, esa cuya mancha no sale ni con detergente ni con elecciones.

El pasado sábado, en la multitudinaria manifestación convocada por PACMA en Madrid en contra de esta salvajada disfrazada de festejo y tradición, se gritó, entre otras proclamas, que éramos la voz de los animales. Y lo éramos. Pero también, y sobre todo, éramos la voz de las personas sensatas, inteligentes, con corazón para reconocer lo que está mal, cerebro para querer cambiarlo y valor para denunciarlo. Quizás peque de antropocentrista en esta era en la que el veganismo, el antiespecismo y el animalismo cobran nuevos bríos, pero creo que nuestra especie está en peligro y debe ser rescatada de sí misma antes de que sea tarde. Para ello, una tradición tan indigna y humillante -insisto, tanto para el toro como para nosotros- en la que el único objetivo es asustar, acorralar y herir hasta la muerte a un ser vivo indefenso debe ser abolida de inmediato. Pero donde hay patrón no manda marinero, y los cafres de Tordesillas no son más que la punta de lanza del iceberg. Los otros, los realmente peligrosos, no se manchan los zapatos de barro ni se ponen al alcance de los cuernos, ni se arriesgan innecesariamente a clavarse una astilla en la palma de la mano, esa misma que utilizan para contar votos y billetes, y hacer la peineta a los ciudadanos mientras les quitan el pan y les dan el circo. Porque saben que si el circo se acaba, la falta de pan será más obvia, y entonces quién sabe al costado de quién dirigirían esas mismas lanzas. En ese sentido los romanos, qué duda cabe, fueron mucho más listos. Aunque viendo el panorama, tampoco estoy descubriendo nada.

Elegido ha muerto o está a punto de hacerlo. Ha triunfado de nuevo la ignominia, pero hay lugar para la esperanza. Manifestaciones como la del sábado son síntoma de que algo está cambiando en la sensibilidad de la gente. Las nuevas generaciones tienen mayor acceso a la información que sus padres, y con ello, la capacidad de decidir qué mundo quieren dejar a sus hijos. Soplan aires nuevos en mitad de la tormenta, y lo que antes era así porque sí, ya no tiene por qué serlo. Las denuncias han llegado más lejos que nunca y parece que ese continente que tenemos ahí al lado llamado Europa se las está tomando en serio.

Hay motivo para pensar que este será el último año en que unos claven lanzas y otros las rompamos. Pero si no fuera así, el torneo contra la sinrazón y la falta de valores continuará cada vez con más fuerza.


Hasta que podamos decir: adiós, espantapájaros descerebrados. No os echaremos de menos.

martes, septiembre 09, 2014

NAZIS, NAUFRAGIOS Y CREMA NIVEA

Es un tópico eso que dicen: los escritores nunca tienen vacaciones. Un tópico, sí, pero también una verdad como un zigurat babilónico. La cabeza del contador de historias siempre está al acecho de ese detalle, ese lugar o esa leyenda que sirva como espoleta para un nuevo relato. A veces, a su pesar.

El cuerpo está echado sobre una tumbona enfrente del mar, sin nada que perturbe la tranquilidad de quien sólo busca unos días de descanso. El olfato percibe el salitre, el aroma de la crema bronceadora, los efluvios del aceite del chiringuito cercano, mientras el oído se distrae con el rumor de las olas o los retazos de conversaciones en distintos idiomas que trae el viento. Es al levantar la vista cuando suena la alarma. Una forma oscura y cilíndrica en el horizonte, algo que no parece natural, ni de esta época. Entonces el veraneante se incorpora y camina a lo largo de la playa hasta situarse ante la mole de cemento, en la que la mente del novelista ve un misterioso testimonio de otro tiempo, o, dicho de otro modo, un arca llena de historias. Y de preguntas.

Pero uno sólo quería un día de playa y vuelve a su tumbona, aunque con el dichoso edificio de cemento en la cabeza. ¿Qué era? ¿Quién lo construyó? ¿Cuándo? Y last but not least, ¿para qué? La abeja de la curiosidad clava con saña su aguijón, y para olvidarse de ella, nuestro personaje se levanta y echa a andar en dirección contraria. ¿Hacia dónde? Quién lo iba a decir: hacia un gran objeto de extraña forma que sobresale del agua, a unos veinte metros de la orilla. ¿Es un pecio? ¿Es un avión? Es otro motivo para que la imaginación se dispare.

Entonces llega la hora de volver al hotel, donde el portátil (que haciendo honor a su nombre, se vino con nosotros en vez de quedarse cuidando la casa) y el wifi se empeñan en responder a las preguntas suscitadas por los descubrimientos del día. Y uno se entera de que el edificio de cemento es un búnker que data de la Guerra Civil, y que la playa en la que se encuentra pudo servir de refugio a los nazis que Franco invitó cuando los aliados les dieron para el pelo en la otra guerra. Y el objeto semisumergido son los restos de un vapor que naufragó en 1902. Y se empiezan a mezclar cosas en una amalgama que termina en una libreta, con la intención de investigar el asunto más a fondo, sólo por curiosidad, aunque hay muchas posibilidades de que aquello se quede flotando en el éter de las historias por escribir, esperando su momento. 

A estas alturas, el escritor da por finalizadas sus vacaciones. O tal vez, por el contrario, note que estas acaban de empezar.
El sufrido escritor-veraneante frente al búnker de la playa de los Alemanes.

Restos del vapor Gibralfaro en la playa de Atlanterra.