viernes, diciembre 24, 2010

MARISCO CONGELADO


A las nueve de la mañana, la fila llega hasta la esquina de la calle Maldonadas, en el barrio de La Latina. Una señora dice que ya había gente a las seis y media. El sol se asoma a las calles aledañas, pero la nuestra permanece en sombra, contribuyendo a la congelación general de brazos y piernas, al moqueo constante y al frotamiento de manos de las docenas de personas que han madrugado como cada año para conseguir marisco del bueno al mejor precio. Un joven con patillas de hacha dice que no es tan barato. Un señor canoso que lee un libro de Stephen King en inglés y fuma un purito tras otro señala que el secreto está en la forma de cocerlo. Una chica con las uñas pintadas de rojo reconoce que es su primera vez, pero que su chico y ella cenaron el año pasado en casa de unos amigos y quedaron encantados con la calidad del marisco, así que este año han decidido aprovisionarse en el mismo sitio que ellos.

Las tres horas de cola se hacen duras, pero me entretengo dejando que las historias de la gente que tengo a mi alrededor me envuelvan como una agradecida manta. Yo soy nuevo, pero Laura ya ha hecho esto otras veces. Este es su antiguo barrio, y para ella y su familia era una práctica habitual, aunque hoy dice que hay más gente que otras veces. “Antes había más cafeterías, y negocios familiares. Ahora son todo tiendas de chinos”. Como para ilustrar esta sentencia, pasa un BMW deportivo conducido por una mujer china. La mirada de Laura se empaña de nostalgia al recordar a su abuela. Los ausentes siempre están presentes en estas fechas, y más si su presencia fue tan importante, necesaria e influyente como la de la abuela de Laura. A nuestro lado, una niña de ojos tímidos y sonrisa callada se resigna a pasar frío dentro de sus botas altas mientras su abuela nos cuenta que viene de la otra punta de Madrid sólo para conseguir marisco para sus nietos y su yerno. “Yo no lo como, pero a ellos les encanta”.

La cola avanza lenta, al ritmo del vaho que sale de nuestras bocas. De vez en cuando alguien pide que le guarden el sitio y entra en una cafetería para calentarse las manos y el estómago con un café o un té. Cuando Laura se acoge a este necesario recreo, yo me quedo en la fila y aprovecho para echarle un vistazo a El País, y me entero de que Gabilondo se ha ido de CNN + (y CNN + también), de que a Javier Bardem le han pagado una pasta por escribir un artículo en contra del rechazo de la Ley Sinde, de que en Roma han explotado unos paquetes bomba y de que entre los mejores libros del año no hay ninguna novela negra. Laura vuelve con unos guantes que ha comprado en una tienda de chinos ubicada en el local que antes albergara una mercería. Al poco, el encargado del cocedero sale a darnos la mala noticia: “Sólo quedan cien kilos de marisco”. “¿No hay cigalas?”, pregunta con tristeza la niña de ojos tímidos. Laura quiere un buey para su madre, recién operada, pero estos están a punto de seguir los pasos del centollo, extinto en el escaparate desde hace varios minutos. Algunos desertan, pero la mayoría aguantamos, inasequibles al desaliento, al frío, al dolor de pies y a la incertidumbre: ¿quedará algo cuando por fin nos toque? Nadie nos lo asegura.

Ya tocamos el escaparate. La gente teme que el gitano del abrigo hasta los pies arramble con las pocas nécoras que quedan. Pero no. El gitano está de luto, y este año sólo gastará 50 euros. El año pasado gastó 400. Ya estamos casi dentro. Laura necesita otro café, así que me quedo en la cola. Observo a la abuela, que se queja del frío, y a la nieta, que no se queja, pero expresa con su triste silencio su pesar por la ausencia de cigalas. Entonces pienso en Laura y en su abuela, y en el orden cíclico de las cosas. Algún día esa abuela no estará, y la niña será abuela, y quizás vaya con su nieta a comprar marisco el día de Navidad, y alguna antigua nieta se acuerde de su abuela, y su mirada se empañe.

Laura regresa y noto en su expresión la huella de algo que ha pasado. Me cuenta que, cuando salía de la cafetería, se encontró a un hombre llorando. “¿Está bien”, preguntó ella. “No. Es Navidad y mis padres murieron este año. Siempre venía con ellos a comprar marisco. Y ahora... Creo que ha sido una mala idea venir aquí, pero...” El final de su discurso se funde en una serie de incontrolables sollozos. Laura pregunta si puede hacer algo por él. “No”, pero enseguida rectifica: “Quizás una sonrisa tuya...”. Laura le regala una sonrisa, y sé por experiencia que la sonrisa de Laura es capaz de sanar la herida más honda.

Llega nuestro turno. Pedimos lo que podemos (ya no queda casi nada) y deseamos feliz noche a los que aguardan detrás de nosotros. Todos ellos son ya parte de nuestra Navidad, igual que nosotros lo somos de la suya: la abuela y la nieta, el joven de las patillas, la chica de las uñas rojas, el lector de los puritos. Y también un joven desconsolado que quizás esta noche recuerde la sonrisa de Laura. Mientras escribo estas líneas, yo también la recuerdo.

Feliz Navidad a todos.