No querría escribir esta entrada
por tres razones. La primera, porque el suceso que la motiva no tendría que
haber ocurrido. La segunda, porque tengo miedo de no estar a la altura. La
tercera, porque superado el dolor de los primeros días sólo quedan tristeza,
resignación y melancólicos recuerdos. Y ni la tristeza, ni la resignación ni la
melancolía son tan literarios como el dolor en su estado más cruel. Ni yo me siento capaz de expresar con palabras sentimientos tan intensos como los que han marcado nuestras vidas en los últimos meses.
Permitidme que os la presente. Se
llamaba Valentina y fue el primer gato que me atreví a coger en brazos. Era
grande, bicolor y muy pulcra; amante de la comida, enemiga del ejercicio
físico y fan del cine en blanco y negro, particularmente del europeo. Mientras
que la tele en general le provocaba indiferencia, ante las películas de Fellini,
Visconti o Rossellini demostraba una concentración impropia en una gata y hasta
en un ser humano. Siempre tuvimos la sospecha de que sus ancestros eran
italianos, y ahora estamos seguros de que lo eran. Después de interrogar al
portero del edificio donde Laura, mi mujer, vivía cuando la encontramos, hemos
podido saber que el ingrato dueño que la abandonó en la escalera regresaba a su
patria italiana cuando la dejó en manos del destino. Y éste, en las nuestras.
No es tontería lo del destino. Si Sara Baras no hubiera actuado esa noche en Madrid; si para el evento Laura no se hubiera puesto esos zapatos de tacón en sus pies, ya maltratados durante interminables caminatas por esta y otras ciudades; si no se hubiese roto el metatarso y no se hubiera visto obligada a pasar un tiempo postrada en una silla de ruedas, aquella noche de verano en que decidimos salir a cenar podría haber bajado en el ascensor y no en el montacargas. Pero entonces no la habríamos visto allí, en el rellano del segundo piso, asustada al principio pero mimosa en cuanto comprobó que no éramos una amenaza sino una fuente de comida, amistad y cuidados. Ninguno de los tres sospechaba que seis años más tarde, tras muchos episodios felices y tres mudanzas, nos veríamos envueltos en aquella inesperada odisea de trágico desenlace.
El rellano donde la vimos por primera vez.
Todo empezó con un moco y una
legaña, algo habitual en la mayoría de los animales cuando se resfrían, pero
que en los gatos puede ser síntoma de algo peor. Y lo fue. Valentina tenía
cáncer. Un tumor que provocó una gran masa en su cavidad nasal y que afectó a
su sentido del olfato. Un gato que no huele es un gato que no come, y un gato con problemas gastrointestinales que no come, muere en pocas horas. Su situación se empezó a complicar, y la
nuestra también. Hubo que ponerle un tubo gástrico para alimentarla y
establecer un rígido programa de medicación. Nosotros dormíamos lo justo, y
ella alternaba la excitación de los corticoides con la apatía de los
analgésicos. Cada vez pasaba más tiempo en la clínica, con problemas
respiratorios, deshidratación y babeo. La bella Valentina, la que llamaba la
atención de los peatones las pocas veces que la sacábamos a la calle, se había
convertido en una copia sucia y arrugada de sí misma. Hubo un momento en que
pareció recuperarse del todo y eso nos hizo albergar esperanzas; pero el
necesario cambio de medicación volvió a sumirla en un estado incómodo para ella
y descorazonador para nosotros, que, sin embargo, continuamos suministrándole
sus medicinas y sus cuidados sin rechistar, lo cual supuso una sorpresa y un
autodescubrimiento de mi "yo" menos egoísta e irresponsable (características que,
de por sí, son consustanciales a mi "yo"; o eso creía).
Hasta que la oncóloga que la trataba nos dio una mala noticia: “La situación de
Valentina es más complicada de lo que creíamos”. Y también una esperanza: “El
tratamiento con más posibilidades de curación para ella es la radioterapia”. Y
una dificultad: “En España no hay radioterapia curativa para gatos”. Y una
solución: “Pero en Suiza sí”.
Seguramente este habría sido el
final del camino para muchos. La mayoría de la gente, por mucho que quiera a
sus mascotas, no tiene la posibilidad o los medios para poder pasar tres
semanas en Suiza y costear el tratamiento. Por suerte, nosotros llevábamos
tiempo ahorrando para un piso: un sitio con techo, paredes y suelo. Creo
recordar que ni Laura ni yo tuvimos la menor duda de lo que debíamos hacer. De
techos, paredes y suelos estaba el mundo lleno. Lo sabemos porque cada noche,
desde siempre, dormimos sobre un suelo, bajo un techo y rodeados de paredes,
aunque estos hayan cambiado ya varias veces y, afortunadamente, vayan a seguir
cambiando. Sin embargo Valentina sólo había
una, y si no intentábamos salvarla la perderíamos para siempre. Eso era
lo único seguro entonces.
Siempre he pensado que la vida es
mucho más de lo que nos cuentan. En mis casi 38 años de existencia sólo he
seguido el compás de mi canción, sin dejar de escuchar otras melodías, pero
siempre fiel a la mía. He huido de las convenciones, las imposiciones, los
“esto es lo mejor” y “esto es una locura”. Lo que Laura y yo estábamos
dispuestos a hacer por Valentina era una locura, pero para nosotros no había
decisión más sensata. La mayoría de la gente haría lo que fuera por un familiar
o un ser querido, y Valentina para nosotros no era simplemente un gato. Era un individuo con
personalidad y carácter propios, intransferibles, que además formaba (forma)
parte de nuestra vida y tenía (tiene) un significado especial para nosotros por
el modo en que apareció y permaneció (permanece) a nuestro lado.
Lo que viene a continuación lo
recuerdo con lágrimas en los ojos. Los preparativos, la emoción, los nervios, y
sobre todo la esperanza de que todo saliera bien, de que el esfuerzo diera sus
frutos. De que la buena fortuna velara por quienes arriesgan, apuestan y se
sacrifican por las causas justas, aunque la realidad diaria nos demuestre que
no suele ser así. En este párrafo, el dolor que parecía diluido cuando comencé a
escribir regresa con nuevo vigor. La vida vuelve a demostrar su crueldad, su
carácter imprevisible, su juego trágico y caprichoso. Durante el trayecto
Laura y yo fantaseábamos con la idea de que esa road movie protagonizada por una mujer, un hombre y una gata
tuviera un final feliz y sirviera de ejemplo y de ilusión a quienes alguna vez se
vieran en una situación parecida. El de Valentina sería un caso famoso: el de
dos humanos y un animal que jugaron y ganaron. Otra esperanza truncada.
Fue un viaje lleno de emociones, de
miedo, de optimismo, de humor y amor en estado puro. Quien tenga pareja sabe
que los viajes, sobre todo si son largos, conforman un caldo de cultivo ideal
para las discusiones, las broncas y los malos rollos. No hubo nada de eso durante
las dos semanas largas que pasamos allí. Al contrario, casi todo fueron
alegrías. Ver cómo Valentina mejoraba a los tres días de tratamiento, su
mucosidad disminuía y su apetito aumentaba (ya no necesitaba el tubo); permitirnos
el lujo de cenar media pizza junto al lago Zug (una de las ciudades más caras y
con menor índice de paro de Europa) tras muchos días racionando en la
habitación del hotel los escasos comestibles (ensalada y queso, principalmente)
que comprábamos en Lidl; un par de visitas a Lucerna, donde todo era sol,
civismo y felicidad, casi unas vacaciones. No era para menos: aunque siempre albergamos el temor de
volver a casa con una caja llena de cenizas, no iba a ser así. Ya teníamos
claro que volveríamos con ella viva, y aunque habría que seguir con tratamientos
y medicación, todo indicaba que habíamos salido victoriosos de la primera
batalla. Que el esfuerzo había merecido la pena.
Entonces alguien abrió la caja de
las desgracias. Valentina, nadie sabe cómo ni por qué, comenzó a cojear de una
pata, a mostrar síntomas de dolor, de apatía y de malestar. Las radiografías
mostraron un desgarro severo en su hombro derecho que no tenía explicación. La
doctora que la trataba en Suiza nos recomendó que regresáramos a casa lo antes
posible, que ella se sintiera cómoda de nuevo, que olvidara las visitas al
hospital por un tiempo. Eso no pudo ser. Desde entonces el estado de Valentina
no hizo más que empeorar: dejó de comer, regresaron los mocos (supuestos
efectos secundarios de la radioterapia) y su cojera se extendió a otras patas.
Pasaba el día inmóvil, tirada en el suelo, incapaz incluso de desplazarse a su
arenero. Su carácter, tranquilo y cariñoso, se volvió arisco, el de alguien que
ha sufrido demasiado y sólo quiere irse en paz. Creo que desde que volvimos a España pasó
más tiempo en el hospital que fuera de él. Los veterinarios sugirieron la
posibilidad de dejar de tratarla, pues su calidad de vida era ya ínfima y el
estrés al que seguíamos sometiéndola no hallaba compensación en lo poco que los
medicamentos parecían hacer por ella. Pasó el último fin de semana ingresada y
en observación. Nadie sabía qué le pasaba, por qué se había deteriorado tanto en
tan poco tiempo. Y probablemente nunca lo sabremos.
El
corazón de Valentina dejó de latir la mañana del domingo 6 de abril, y los
nuestros con el suyo. El recuerdo del viaje a Suiza se enturbió. La luz se convirtió en tinieblas. La alegría, en profunda tristeza. El cielo, en infierno.
El miércoles fuimos al crematorio a recoger sus cenizas, que hoy reposan en un bote metálico, en lo alto
de una estantería de la misma habitación donde tantos cuidados le dimos, y
donde, cuando estaba bien, pasaba el tiempo asomada a la ventana, maullando a
los pájaros. Fue entonces, al ver cómo esa criatura pulcra, peluda y mullida de
increíbles ojos verdes había quedado reducida literalmente a cenizas, cuando
por primera vez fui consciente de que no volvería a verla. Es una sensación
triste y extraña que no había tenido hasta ahora. Quitando a mis dos abuelos varones (a los que apenas conocí, a uno por ser yo demasiado pequeño y al otro
por falta de trato), es la primera vez que pierdo a un miembro de mi familia.
Porque Valentina era eso. Un miembro de la familia que llegó a nuestras vidas
de casualidad y se fue tras seis años de felicidad recíproca y tres meses de
lucha infatigable que al final la obligaron a rendirse, dejándonos a cambio una
profunda pena por su marcha, pero la alegría de haberla conocido. Y, en mi
caso, de haberme reconciliado con esos seres de mala prensa a los que, para
colmo, era alérgico y ahora soy adicto.
La vida da y quita, y eso ha hecho con Valentina. Nos dio
todo y nos quitó mucho. Pero si algo tengo claro desde hace tiempo es que este
breve viaje no es más que una colección de vivencias que a veces te acarician y
otras veces te hieren. La historia de Valentina nos ha dejado miles de caricias
y una sola herida, profunda y dolorosa, que algún día se cerrará convirtiéndose
en una cicatriz tan hermosa e imborrable como ella.
El viaje continúa y ella camina a nuestro lado. Para siempre.
Es la muestra de cariño más maravillosa que he visto en mi vida hacia una persona, (Laura) y un animal, (Valentina.
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